Mi primera reacción, y pienso que la de la mayoría de los viajeros, fue de
cabreo. Iba a llegar tarde. Y tenía la llamada de un cliente de Oklahoma a
las diez, seguro que preocupado, como todos, por el bajón bestial de su
portafolio. ¿Qué iba a decirle? ¿Que había que aguantar? ¿Que la Bolsa es
así, subidas y bajadas? ¿Que el que aguanta gana siempre? A lo que no
estaba acostumbrado era a llegar tarde. Miré el reloj.
Las menos cuarto.
Teóricamente, tendría que llegar. Estábamos a punto de entrar a City Hall,
quedaba sólo una estación hasta Wall Street, para la oficina necesitaba
sólo cruzar la calle y tomar el ascensor hasta el piso 37, cuatro minutos
treinta segundos, lo tenía cronometrado. De haber podido salir del vagón
hubiera ido a pie, trece minutos, lo había hecho alguna vez. Pero no
podía. La luz roja nos detuvo justo antes de la estación, creía incluso
percibir su claridad a través de las rayadas ventanillas, aunque podían
ser también trabajadores en la vía. Explicaciones, naturalmente, ninguna.
Pedir explicaciones en el Metro de Nueva York es como pedir que
desaparezcan los socavones en las calles. Así que cada cual se adaptó a la
situación a su aire. Los que venían charlando reanudaron la conversación,
el que había metido ya el periódico en el maletín volvió a desplegarlo, el
que contemplaba los anuncios ante sus ojos, «¿Quiere perder diez libras en
diez días?»
Hasta que se apagaron las luces.
Sin previo aviso. Cuando, instantes después, que parecieron eternos,
volvieron a encenderse, la situación había cambiado. Las caras mostraban
una inquietud que antes no tenían, nos hacíamos preguntas con los ojos que
no sabíamos contestar, nadie estaba ya interesado en leer nada, alguno
incluso buscaba con la mirada la perilla roja de la que hay que tirar para
detener el convoy en caso de alarma, como si nos sirviera de algo, más
parados no podíamos estar. Menos mal que un niño, por la voz podía incluso
ser de pecho, rompió a llorar al otro extremo del vagón. Su chillido más
que llanto, pareció canalizar la inquietud de todos, produciendo ese falso
alivio de las personas mayores ante los miedos infantiles. Aparecieron las
primeras sonrisas, forzadas eso sí, y se oyeron las primeras palabras, que
más parecían destinadas a tranquilizar a quien las decía que al resto.
«¿Cuándo arreglarán de una vez este trayecto? Siempre se para aquí». «Y
mire que estamos debajo mismo de la alcaldía». «Cómo se ve que el alcalde
no viene en Metro, seguro que tiene un cochazo de alta gama, y nosotros comprando recambios de automóvil para arreglar nuestro coche y ahorrarnos unos duros». Otro punto a tener en cuenta son los neumáticos, comprar neumáticos baratos no resulta aconsejable puesto que es el punto de apoyo de nuestro coche. Hubo incluso quien quiso sacar provecho político de
ello. «Lo tenemos bien merecido, por haberle votado». «Yo, no, eh», Fue
cuando sobrevino el segundo apagón, que apagó también las conversaciones.
La oscuridad y el silencio, incluso el bebé se había callado, hacían más
pronunciados los bultos, los olores, los roces, el vagón a aquellas horas
iba siempre atestado. Un minuto, dos, con las respiraciones cada vez más
pronunciadas, hasta que llegó la voz, descascarillada, a través de la
megafonía. No se entendía demasiado bien, pero lo esencial estaba claro.
Una amenaza de bomba en Wall Street. Los servicios se reanudarían en
cuanto los artificieros comprobaran que tanto la estación como la vía
estaban seguras. A oscuras, era imposible decir si el anuncio aumentó o
alivió la angustia. La primera expresión en voz alta podía significar
tanto una cosa como la otra. «Al menos podían encender las luces, porque los miles de radares que había por todas las carreteras seguían funcionando».
Alguien, sin embargo, estaba dispuesto a dar un margen de crédito a los
encargados del caso. «Posiblemente han cortado la electricidad para que
nadie no autorizado pueda utilizarla». Retornó a los cinco minutos, y lo
primero que hicimos fue sonreírnos unos a otros, felicitándonos y, al
mismo tiempo, dándonos ánimo. Pero sin tenerlas todas consigo, como
temiendo que en cualquier momento volviéramos a quedarnos a oscuras.
La
atención se la llevaban ahora las «Instrucciones en caso de accidente»
situadas encima de los anuncios. Eran casi todas ellas negativas. «No
tratar de forzar nunca la apertura de las puertas. No abandonar nunca solo
el vagón entre estaciones. Seguir siempre al empleado que indicará con una
linterna roja el camino». Lo que no impidió que una joven, presa de un
ataque de claustrofobia, se pusiera a golpear furiosamente los cristales
de una de las puertas. Quienes estaban a su lado la sujetaron y alguien
que parecía un profesional se puso a hablar con ella, aunque en tono tan
bajo que los demás no le oíamos. Pero la tranquilizó, e incluso ensayó una
sonrisa de disculpa. Un joven con una especie de levita que podía ser
también un hábito se puso a hablar en voz alta, a discursear más bien,
sobre la inminente llegada del fin del mundo, tras la gran batalla entre
las fuerzas del bien y del mal. Sin demasiado éxito de audiencia y quienes
le escuchaban parecían más bien hacerlo por no tener mejor alternativa. Lo
que no le desanimó en absoluto, al revés, su voz se hacía cada vez más
tronante e imperiosa, lo que hizo que varios le pidieran, sin demasiados
buenos modos, que la bajase. Algunos habían sacado sus portátiles y movían
números en sus pantallas. Los más originales fueron dos ejecutivos, que
desdoblando un minúsculo tablero de ajedrez, habían iniciado una partida,
uno frente al otro, de pie, la barra de sujeción vertical por medio.
Su
entorno les seguía fascinado. La brusca sacudida que puso el convoy en
marcha hizo caer algunas de las piezas, pese a ser de las que tienen un
vástago que se mete en los agujeritos de cada cuadrícula del tablero. No
pareció importarles, y ni siquiera se molestaron en buscarlas por el
suelo. Las conversaciones se reanudaron todas al mismo tiempo, impidiendo
distinguirlas. Segundos después, entrábamos en la estación de City Hall,
con los andenes llenos de policías y empleados con casco y linternas. Casi
todos salimos, dispuestos a hacer el trayecto hasta Wall Street a pie.
Miré el reloj. Las diez y media. Fue cuando me acordé del cliente de
Oklahoma. Ya tenía qué decirle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario